El pueblo era pequeño, muy pequeño…..tan pequeño, que ya solo era la pedanía de otro cercano; poco a poco y como muchos otros pueblos había ido perdiendo a la mayoría de sus vecinos, con una sangría lenta y en pos de un supuesto progreso.
Ahora, veía regresar poco a poco a los hijos y nietos de sus antiguos moradores.
Habían pasado muchos años desde que lo deje de niña, pero mi pueblo no había perdido nada de su belleza, más bien al contrario.
Era un pueblo como tantos otros, con las casas de piedras o de tierra rojiza ahora arregladas y cuidadas con sus preciosas tejas rojas, serpenteantes callejones empinados que escalonaban la subida a una pequeña montaña en cuya cumbre estaban los restos de un viejo castillo, la calle mayor con su plaza, la fuente y su pequeña iglesia …..ah y con un pequeño y precioso río que bordeaba el paseo del pueblo.
El paseo estaba flanqueado por una larga hilera de centenarios chopos a los dos lados que adentraban las raíces en las cristalinas aguas del río, como para querer nutrirse a través de ellas, absorbiendo la vida que fluía a través de él.
Era realmente bonito pasear por esa preciosa chopera, me encantaba hacerlo siempre y en cualquier época del año, en verano por el frescor que proporcionaba del asfixiante calor castellano, pero cuando más me gustaba era a finales de noviembre en pleno otoño, entonces era cuando estaba realmente hermoso, en su esplendor; en esa época los chopos se vestían de hojas con la más amplia gama de colores, desde los verdes ..amarillos ..ocres …rojizos.
Poder pasear y ver caer las hojas muertas de los árboles era algo mágico, poco a poco, una a una, o a pequeños golpes de aire que llenaban el paseo de un manto de hojas que parecían querer protegerlo de crudo invierno que ya se intuía.
Verlo así era todo un espectáculo. Me gustaba hundir los pies entre los montones de hojas que cubrían todo lo largo del paseo, caminar dando enormes zancadas levantando la hojarasca y oír el crepitar de las hojas al pisarlas.
Me hacía volver alegre otra vez a mi niñez y recordar como me sentía al acercarse el invierno, cuando los días se acortaban y las calles empezaban a sentir la soledad propia del otoño y incluso el olor de alguna chimenea que ya empezaba a humear recordándonos que debíamos volver a casa .
Asistíamos a una decadencia realmente hermosa en esos días de otoño.
Ahora desde mi madurez y debajo de aquellos centenarios chopos fui consciente de que yo misma también estaba como ellos en mi propio noviembre, en el otoño de mi vida y deseaba que al perder mis hojas pudiera hacerlo con la misma espléndida belleza y sutil elegancia con que lo hacían aquellos arboles.
María José Used
9 de diciembre 2016